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El salto a Asia

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El salto a Asia

La última noche en Europa fue especial. No sólo la pasamos en una ciudad hermosa, sino que además nos quedamos en un apartamento bien peculiar. Ljubjiana, preciosa ciudad de Eslovenia que había tenido la fortuna de visitar en el 2002 y a la cual siempre había querido volver, nos acogió con su encanto. Hacerlo con Pili y los niños fue un gran regalo.

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El apartamento estaba ubicado en el último piso de un edificio de oficinas, en el que opera una productora de música. Convirtieron el piso en un apartamento para alquilar por airbnb dadas las dificultades de la industria, la necesidad de reducir su operación y para contar con una fuente alterna de ingresos. El espacio, destacado en la revista National Geographic es una verdadera obra de ingenio y creatividad. El techo forrado de conchas de mar superpuestas sobre extensiones de luces de Navidad y el piso pintado de colores vivos complementaban las columnas de mazorcas, los muebles forrados con terciopelo de diferentes colores y las mesas y sillas coloridas y decoradas con todo tipo de ornamentos.

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 Pasamos muy bien. Caminamos por la Alameda del rio viendo las tiendas y restaurantes que decoran toda su longitud. Cenamos y almorzamos junto al río y aprovechamos una peluquería para cortarnos el pelo.  Quedamos encantados con la belleza de esta ciudad que siempre recordare como un mini París.  Regresamos al apartamento para recoger las maletas y seguir al aeropuerto para dar el gran salto al Asia. Una mezcla de emociones se apoderó de mí. Por un lado la fascinación y la expectativa de conocer algo completamente nuevo y por otro el miedo de enfrentarme a países que no conozco, no hablo el idioma y donde todo es tan diferente. Además hacerlo con la familia , conlleva un grado de responsabilidad inmenso. 

El vuelo Ljubjiana-Istanbul-Tokyo también me llenaba de angustia. Parar en el aeropuerto de Istambul me generaba miedo por los eventos recientes, pero al ser una escala corta y en la mitad de la  noche me daba "algo de tranquilidad". La escala fue angustiosa, pues el aeropuerto es inmenso y había ríos de gente que congestionaban todos los pasillos del aeropuerto. Nuestro gate era el 370 - si, trescientos setenta- número que me puso a pensar en el tamaño de la terminal. Guadalupe estaba cansada aunque distraída mientras se tomaba un jugo de uva que estaba bastante bueno, pero se cayo la botella y una esquirla de vidrio le corto una piernita. Nada de ello, ni la gente, ni la sangre, ni el gate 370, ni el sueño ni el hambre, me daban razones para tranquilizarme. Abordamos el inmenso y larguísimo B787 en el cual nos esperaban 11 horas de vuelo. El avión iba casi lleno aunque pude divisar a nuestro alrededor unas tres sillas vacías en las que pensé me podría mover para poder tener dos asientos  para Guadalupe y que pudiera dormir mejor. Así lo hice, una vez llegamos a la altura de crucero me cambie de silla, lo que trajo comodidad a Guadalupe y pienso que desencanto a la señora que iba feliz con una silla vacía a su lado, pero debo reconocer que poco me importó. La "camita" improvisada funcionó perfecto pues durmió 9 de las 11 horas del vuelo. Los otros niños también pudieron dormir, aunque la tentación de tener más de 100 películas en su sistema de entretenimiento los llevo a alternar cortas sientas -o power naps- con el deleite de buenas películas. Yo dormí algo, incómodo e intermitente pero en general fue un buen vuelo. Pili durmió poco por no decir nada pues justo cuando estaba conciliando el sueño, a un pasajero le dio un patatús que obligó a médicos a bordo darle atención de urgencia a pocos pasos de donde estaba Pili. (De todo esto me entere después pues mi silla era unos 10 puestos más adelante). 

Llegamos a Tokyo desubicados en espacio y tiempo. La inmigración fue amigable y eficiente y las maletas salieron con agilidad. Había tomado la precaución de reservar una van -carísima- que nos llevaría a casa y nos estaba esperando a la salida. ¡El viaje del aeropuerto a la casa fue casi de hora y media!, no apto para una familia fundida por semejante viaje. El tamaño de la ciudad nos intimidó. Nadie musitaba palabra pero se sentía el peso del temor en el ambiente. 

Por fin llegamos a la casa. Grande, limpia y cómoda. Con tres cuartos amplios, uno de ellos un tatami room tradicional japonés, en el que se acomodaron Juanma y Manu. Otro en el que nos acomodamos Pili y yo y otro para Valen y Guadalupe. Todos nos acostamos no sin antes pegarnos una buena ducha en lo que fue la mejor ducha con la que nos hemos encontrado en el viaje. Wow. Ya veníamos cansados de las incómodas duchas de teléfono en Europa con poca presión y descubrir estas duchas japonesas fue un verdadero deleite. No pensé que escribiría sobre los baños, pero hay que destacar la sofisticación de los sanitarios japoneses. Son automáticos (se abre la tapa cuando uno entra al baño) y hay miles de opciones que permiten al usuario desde calentar el bizcocho hasta elegir distintos tipos de chorro para después de su uso. Jaja. 

Nos acostamos y caímos todos como una piedra. Sin embargo, a eso de la una de la mañana (una hora después de que nos dormimos) Guadalupe se despertó. Valentina entró a nuestro cuarto con cara de dormida y frustración y le dije que se acostara que yo me pasaba al otro cuarto. Intenté por todos los medios que siguiera durmiendo, pero fue imposible. Para ella, en su horario biológico ya había dormido en el avión lo suficiente y la hora que acababa de dormir equivalía a su siesta de rigor.  Estaba  llena de energía para una "tarde" de juego con su papá.

Pasamos una noche en vela que hoy recuerdo con risas. Comienzo contándoles que se acostó a dormir a las 6.40am como para que se imaginen toda la actividad -y creatividad- que hubo entre la 1.00am y esa hora en la que ya el sol brillaba y la calle se llenaba de ruido. Comenzamos haciendo actividades pasivas para respetar el sueño de los demás cómo armar rompecabezas y jugar con el arsenal de apps para niños que tengo en mi iPhone, pero cuál sería mi sorpresa cuando se para de la cama donde estábamos "arrunchados" y comienza, a eso de las 3 de la mañana, a bailar flamenco con un zapateo que hacía retumbar el delicado piso de madera. Decidí dejar la cama para bajar a la sala donde bailamos flamenco juntos unos 45 minutos en medio de carcajadas. De pronto me dio a entender que tenía hambre -claro, era la hora de su cena- y quien dijo miedo pues no había nada en la nevera excepto un té espantoso y una botella de agua. La anfitriona había dejado tres manzanas y unas galletas de arroz a las que acudí como mi única opción. Pique una manzana que se comió con agrado y luego pasamos otros 45 minutos dándole de comer galletas de arroz -que estaban deliciosas- a una vaca de porcelana que había en la sala de la casa. También jugamos escondidas y pintamos con los colores de los hermanos que estaban en sus respectivos morrales. 

La acosté a mi lado esperando que la luz del día no le embolatara el cansancio y el sueño y a mi lado se quedo dormida casi al mismo tiempo que yo. Abrimos los ojos a eso de la una y media de la tarde, casi siete horas después, aún perdidos -por lo menos yo- en espacio y tiempo. Para mi sorpresa, ¡todos seguían dormidos! 

Poco a poco se fueron despertando y cuando estábamos  juntos nos entro a todos una crisis existencial. Nos sentíamos vulnerables e incómodos en este lugar y nos sabíamos por donde comenzar a explorar ese mounstruo de ciudad más aún cuando llovía a cántaros y el pronóstico del tiempo no era nada alentador.

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Le escribí con pánico a un colombiano que vive en Tokyo y abiertamente le expresé nuestros sentimientos. Su respuesta fue reveladora:  

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Nos llenamos de valor y salimos a descubrir esta gran ciudad, a explorar y a "dejarnos consentir". Quedamos descrestados con la ciudad al igual que con su gente. Estas impresiones dan material para otro blog que espero escribir hoy mismo.  

Termino esta entrada compartiendo el intercambio de mensajes con Juan Felipe al día siguiente en la que expresamos nuestra fascinación por este nuevo mundo que comenzábamos a descubrir.  

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Abrazo.  

Felipe.